Buy cheaply, pay dearly: el Fagoceno o la era del consumismo
La relación entre fast fashion, glifosato y el "San lunes"
¿Cada cuánto compras ropa? Según un estudio del Foro Económico Mundial, en Estados Unidos, el consumidor promedio compra una prenda (nueva) cada 5.5 días.
La industria de la moda global genera 10% de todas las emisiones de gases de efecto invernadero, más que todos los vuelos internacionales o marítimos en el mismo periodo.
Pero, ¿cómo llegamos a este punto?
La historia, según la ilustran Bonneuil y Fressoz en su libro El shock del Antropoceno, comienza en Estados Unidos, donde surge la sociedad de consumo.
Para entender las implicaciones de esta nueva sociedad—y el cambio radical que representa—nos tenemos que remontar a finales del siglo XIX, cuando la costumbre del “San lunes” estaba bien arraigada. Es decir, cuando la práctica de ausentarse los lunes al trabajo era considerada un privilegio entre los artesanos bien pagados, que preferían el ocio a ganar más dinero. Fue también durante esta misma época que prevaleció una cultura de la suficiencia; el reciclaje, por ejemplo, era algo cotidiano, equivalente a las camionetas de “fierro viejo que vendan…” que escuchamos pasar por la CDMX todos los días. Asimismo, en la Francia de la década de 1860, el “chiffonnage”, también entendido como la colección de objetos descartados que podrían ser reutilizados, ocupaba más de 100 mil personas. Más tarde, a principios del siglo XX, celebres economistas como John Maynard Keynes y filósofos como Bertrand Russell, confirmaron que la preferencia por el ocio generaría equilibrios necesarios dentro del sistema capitalista, concretamente, que el ocio se sobrepondría ante la sobreproducción y el desempleo.
Sin embargo, en el presente pareciera que no podemos parar de trabajar y tampoco de consumir. Según Fressoz y Bonneui fueron cinco transiciones las que nos orillaron a esta situación:
Consolidación de la primera globalización económica entre 1899 y 1927. El radio, los barcos refrigerados y los trenes siguieron a los telégrafos para unificar a un mercado mundial por primera vez. Es gracias a estos desarrollos que Keynes podía presumir que desde su casa en Londres podía conseguir lo que quisiera del mundo, con solo algunas llamadas por teléfono. Sin embargo, en lo que concernía a países productores de materias primas como el café, el plátano, el hule y el azúcar, las consecuencias fueron (en gran medida) opuestas. Por ejemplo, la agricultura de subsistencia de Guatemala fue expulsada a las laderas de las montañas y latifundios pertenecientes a trasnacionales como la United Fruit Company propiciaron la erosión del suelo y las tensiones sociales.
Creación de la venta por crédito, las órdenes por correo (equivalentes a Amazon), junto con cadenas de supermercado (como Piggly Wiggly), durante la primera Guerra Mundial.
La industria del marketing se vuelve un motor esencial de la sociedad de consumo. Para ello, los especialistas de mercado establecieron que la condición para vender era cuestionar la percepción que los consumidores tenían de sí mismos. Muestra de ello fue la campaña de printer’s ink en los años 20, la cual desafiaba a los estadounidenses a concientizarse sobre la fisonomía de su nariz o su (mal) aliento.
Para los economistas entrenados dentro de la escuela marginalista (la que se enseña prácticamente en todas las universidades), la distinción tradicional entre necesidades naturales y artificiales desapareció y se impulsó una teoría subjetiva de la utilidad (de ahí las curvas de utilidad marginal que estudiamos en Economía). Además, la invención del PIB en los años 30 completaron un proceso de desmaterialización del pensamiento económico, de tal forma que “la economía” ahora se podía concebir como algo que crecía indefinidamente, sin límites físicos.
El periodo de consumo masivo durante la Segunda Guerra Mundial fue otro paso decisivo. Tan solo en este periodo, particularmente ente 1939 y 1944, el poder de compra de los estadounidenses aumentó en un 60%, acompañado siempre de la campaña propagandista “we are fighting,” en la cual se prometía una época de abundancia tras la guerra. Fue justo después, en el Estados Unidos de la posguerra, que se construyó el famoso sueño del “american way of life,” cimentado en familias de los suburbios y equipadas con todos los equipos electrodomésticos necesarios.
Para estimular la demanda, el Estado garantizó los créditos hipotecarios. Cabe destacar que este fue el inicio de las hipotecas de 30 años, llevando el sueño suburbano al alcance de más familias por tan solo a 60 dólares al mes, equivalente a tres días de salario laboral. Más importante aún, el consumo masivo se presentó como una alternativa al comunismo.
Bonneuil y Fressoz argumentan también que esta sociedad de consumo, manifestada en forma de hedonismo disciplinario, ha tenido consecuencias ecológicas desastrosas. En efecto, semejante sociedad se vio inmersa en una trasformación de los valores, de tal forma que reparar, economizar y ahorrar se volvieron hábitos anticuados y dañinos para la economía nacional. En cambio, el consumo ostentoso, la moda y la obsolescencia se volvieron la norma. Así pues, en 1923, cuando la mitad de los hogares en EUA ya tenían un coche (típicamente T de Ford), General Motors introdujo un cambio de modelo. De este modo, la obsolescencia psicológica se introdujo a todos los hogares; ahora prevalecía un sentimiento de que ‘necesitamos’ remplazar periódicamente nuestra ropa, coches, etc.
Todo esto tuvo consecuencias incluso en la forma que se desarrollaron (y contaminaron) nuestros cuerpos. En 1947, la fundación Rockefeller asignó a un grupo de investigadores el estudio de la nutrición europea. Entre sus conclusiones determinaron que en el caso de los habitantes de Creta, se observaba una deficiencia nutricional (!) debido a su bajo consumo de carne y productos lácteos en comparación con el consumo estadounidense. De modo que, el estudio formó parte de un movimiento que impulsó en Europa, y el resto del mundo, una nueva dieta modelada en el consumo de carne y azúcar. Un modelo activamente construido por las mayores corporaciones de alimentos y agricultura.
Paralelamente, todo este cambio de paradigma estuvo acompañado de la degradación de los ecosistemas del planeta. La sobreexplotación de los mares; la especialización y monocultura que socavan la biodiversidad; la contaminación de fertilizantes y pesticidas; el encogimiento de selvas tropicales, desplazadas por plantaciones de soya, aceite de palma y tierras destinadas a la ganadería, son algunos de los muchos factores que contribuyeron al aumento de los gases de efecto invernadero. Tristemente, otro corolario, fue el incremento de las enfermedades crónicas, como el cáncer, la obesidad, y los padecimientos cardiovasculares. Por otra parte, la edad de pubertad empezó a decaer entre familias de bajos ingresos estadounidenses, a la vez que subieron los casos con niños con cáncer en Europa (35% en 30 años). Tan solo en 2008, el 63% de las 57 millones de muertes en el mundo fueron causadas por enfermedades crónicas.
Por último, han sido varios los intentos de regular la industria química, pero desde los años 70 triunfó un paradigma economicista, el cual ha buscado medir todo en términos de costo-beneficio. Este paradigma permitió que se aceptara un cierto grado de riesgo a cambio de beneficios económicos. Surgieron así normas internacionales como la “dosis diaria aceptable” o “concentración máxima autorizada” para alimentos y calidad del aire. ¿Cómo podríamos saber qué concentración—por ejemplo de glifosato—es dañina? Desafortunadamente no existe un umbral claro. Se llegó así a una situación en la que vivimos con “una incidencia aceptable de cáncer por razones económicas”.
Muy buen resumen, lo disfruté.