En esta ocasión dejaremos las buenas y malas noticias para el final.
El mal llamado “cambio climático” azotó a nuestro país el pasado 25 de octubre. Digo “mal llamado” porque el término “cambio climático” sugiere algo lento y progresivo—nada dramático. Sin embargo, Otis fue todo lo contrario. Se trata del primer huracán de categoría 5 que jamás haya llegado a las costas del Pacífico en el continente americano. También se trata del huracán que más rápidamente se ha intensificado en el Pacífico americano (con la excepción de uno que se intensificó con mayor intensidad pero que nunca llegó a la costa).
La respuesta inmediata de algunos periodistas e intelectuales en México se enfocó en los errores de un gobierno que (supuestamente) pudo haber advertido con mayor antelación lo que venía. Es quizá cierto que se pudieron haber ganado algunas horas, pero muy poco hubiera servido dada la magnitud del huracán, cuyos vientos llegaron a ser de 265 km/h. Tomó solo 12 horas para que esto ocurriera, es decir, para que los vientos que azotaron Acapulco se intensificaran en 144 km. Como ha notado David Wallace-Wells, “en unas cuantas horas es simplemente imposible evacuar una población de 1 millón de personas—al menos nunca se ha logrado”.
Las críticas dirigidas al gobierno son entendibles y (a mi parecer) justificadas, dado, por ejemplo, la desaparición del Fondo de Desastres Naturales en 2021, lo cual ha dejado al país más vulnerable ante fenómenos como Otis.
Pero, ¿de qué fenómeno se trata? Quizá la forma más común de describirlo ha sido “desastre natural”.
‘Desastre’ viene de “dis (separación por múltiples vías) y astro (estrella)”; el término se usaba para designar observaciones siniestras en los astros que auguraban alguna calamidad.
Lo ‘natural’ se entiende hoy en día como “aquellas estructuras y procesos materiales que son independientes de la actividad humana (en el sentido de que no son un producto humano)…”1
Este es, entonces, el marco que le da sentido a lo que ocurrió: un ‘desastre natural’, que es ‘independiente de la actividad humana’. Sin embargo, esta construcción simbólica es errónea—y las consecuencias son de vida o muerte.
Leamos, por ejemplo, lo que apareció en el periódico Reforma el 26 de octubre, en la columna Templo Mayor:
“ANTE una anomalía climática no hay mucho qué hacer y sería injusto señalar responsables de la destrucción y las pérdidas sufridas, pero queda claro que las reacciones y acciones del gobierno federal y el gobierno estatal en las primeras horas tras el impacto […] estarán bajo la lupa”.
De nuevo, esto es totalmente entendible: el responsable inmediato ante las consecuencias de Otis es el gobierno mexicano. Pero, ¿es realmente una ‘anomalía climática’ detrás de la cual no hay responsables?
La ciencia meteorológica no estaría de acuerdo: los huracanes como Otis son “un síntoma de la crisis climática causada por humanos”. Esto significa que sí hay responsables (en el sentido causal del término responsabilidad). También significa que Otis no es una “anomalía”: el clima “normal” es cosa del pasado (que duró hasta principios de los años noventa):
Otis es parte de un nuevo régimen climático, en el que habrá cada vez más eventos similares.
Si Otis no fue un desastre natural, ¿entonces qué fue? La Red Mexicana de Científicos(as) por el Clima sostiene que los eventos como Otis son “construidos socialmente”. Más específicamente: “[su] origen se encuentra en la falta de planeación histórica, la urbanización desordenada, las condiciones de desigualdad, pobreza e inseguridad”.
Asumiendo que parte de esto es cierto, ¿quién(es) son los responsables? Los gobiernos (estatal y federal), sin duda, pero también la política económica global que durante décadas ignoró el problema de la desigualdad. Como sostiene Naomi Klein, “es la desigualdad que mata”. Esto es cierto, al menos en los siguientes sentidos:
La mayoría de las personas que murieron con el paso del huracán son de escasos recursos; entre ellos, los tripulantes de yates que trataron de salvar las embarcaciones de sus dueños (a cambio de un kilo de carne al pastor en un caso); las personas sumergidas bajo deslaves en los barrios de la periferia de Acapulco; y los pacientes de hospitales públicos que se quedaron sin luz (además de la caída de escombros que mató a otros).
En un sentido más amplio, la desigualdad mata porque una de las causas principales del cambio climático es el “modo de vida imperial” de las personas que pueden tener yates en Acapulco. Como notamos en un substack previo, casi la mitad de las emisiones de gases de efecto invernadero se originan en las personas que están en el 10% de la población global con mayores ingresos (800 millones de personas)2. Y—aún más notable—“el 1% superior de emisores a nivel global es responsable de más emisiones que toda la mitad inferior de la población mundial.”3
Ahora bien, esto no quiere decir que “los ricos” sean (o seamos) “culpables” de la devastación que causó el huracán. Lo que sí queremos argumentar es que Otis es el resultado de una injusticia estructural. La profesora de teoría política, Iris Marion Young, definió dichas injusticias de la siguiente manera:
“when social processes put large groups of persons under systematic threat of domination
or deprivation of the means to develop and exercise their capacities, at the
same time that these processes enable others to dominate or have a wide range of
opportunities for developing and exercising capacities available to them.”4
Podríamos expresar esto de forma más simple. Cada vez que (por ejemplo) compro una prenda producida con mano de obra barata contribuyo a la dominación de la persona que la produce. Yo puedo comprar ropa barata (o subirme a un avión, etc.) porque el sistema lo permite; de esta forma puedo desarrollar y ejercer mis capacidades. Sin embargo, al hacer esto pongo en riesgo la existencia de medios para que otras personas desarrollen sus capacidades.
¿Qué consecuencias tiene esto para la política pública o para una respuesta adecuada a un fenómeno como Otis?
Debemos responder al cambio climático de manera integral, como una de las múltiples crisis (o emergencias) que enfrentamos: desigualdad, injusticia, violencia, etc. A nivel global, esto significaría insistir en la creación de un fondo de pérdidas y daños ambientales, como el que se pactó en la cumbre del clima de 2022 (COP27).
En este sentido, es notable que parte de la prensa internacional “leyó” a Otis de esta forma: no como un fenómeno que pone en evidencia la incompetencia del gobierno mexicano, sino como un desastre que nos dice que “el mundo tiene urgentemente que reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero e incrementar los esfuerzos de adaptación para proteger a las poblaciones vulnerables”.
En resumen: no es que las personas que consumimos más seamos culpables de lo que ocurrió en Acapulco con Otis (simplemente porque no podemos evitar consumir; basta con prender la luz para echar a andar la maquinaria de combustibles fósiles). Pero sí somos responsables: entre más consumimos (combustibles, comida, etc.) más nos beneficiamos de un sistema que pone en riesgo la vida de otras personas (típicamente con escasos recursos). No basta con culpar al gobierno y dejar que todo siga igual. Esto solo llevará a más huracanes, más muertes, más devastación. Debemos hacer de la agenda climática una prioridad—y cambiar nuestra forma de vida—pues, como sostiene Mary Robinson, “la lucha por los derechos humanos será en vano si no atendemos el cambio climático”.
Buenas y malas noticias recientes
Por lo que se refiere a las buenas noticias, en el contexto de puntos de inflexión o tipping points (los umbrales críticos que al cruzarse, provocan cambios acelerados e irreversibles en el sistema climático), ganan relevancia aquellos que, a menudo, no se toman en consideración: los puntos de inflexión positivos.
En su artículo, “How Positive Climate Tipping Points Could Save Our Planet”, Katrina Zimmer analiza el concepto de puntos de inflexión climáticos positivos y los momentos de transformación que desencadenan rápidos cambios hacia tecnologías y prácticas más ecológicas. Concretamente, los gobiernos pueden impulsar industrias como la automotriz y de generación de energía, que están a punto de superar puntos de inflexión positivos, impulsando la adopción de tecnologías limpias vía políticas públicas.
Mientras tanto, en un tono menos alentador, el artículo de Nature Climate Change, “Assessing the size and uncertainty of remaining carbon budgets”, sugiere que, a principios de 2029, es probable que el mundo supere el límite de temperatura acordado internacionalmente de 1,5 grados centígrados. El estudio calcula el "presupuesto de carbono" restante y muestra que los avances en la limpieza de la contaminación por aerosoles han acelerado ligeramente el aumento de las temperaturas. Sin embargo, alcanzar el umbral de 1,5 grados no significa que sea demasiado tarde para detener el calentamiento global, pero sí aumenta el riesgo de cambios catastróficos.
Kate Soper, What is Nature?: Culture, Politics and the Non-Human (Oxford: Blackwell, 1995), 132-3.
El 10% que más emite en el mundo es responsable de 28.7 toneladas de CO2 (por persona, por año). El 1% emite 101 toneladas. El promedio de emisiones por persona mundialmente en 2021 fue de 4.7 toneladas de CO2. Para darnos una idea de lo que estas cifras representan: un vuelo transatlántico de ida y vuelta (Londres-NY) representa aprox. 1 tonelada de CO2. El 10% que más emite volaría, así, cada dos semanas aprox. (si no tuviera un coche, calentara su hogar, etc.). El 1% volaría dos veces por semana…
https://wid.world/wp-content/uploads/2023/01/CBV2023-ClimateInequalityReport-1.pdf?utm_source=substack&utm_medium=email
Young, Iris Marion, and Martha Nussbaum. Responsibility for Justice. New York, NY: Oxford University Press, 2013, p. 52